Por raro que parezca, había una vez un bosque, en un lugar frío y sombrío, donde vivía un grupo de monos. Eran unos monos bastante cabezotas, y si se les metía algo en la cabeza no había manera de convecerlos de lo contrario.
Por las noches los monos pasaban mucho frío. Pero como no sabían hacer fuego se refugiaban en lo más hondo de una enorme cueva y se colocaban todos muy juntos para darse calor.
—Si tuviéramos fuego podríamos dormir al raso y pasar la noche bajo las estrellas —decía Monopono, el más anciano de todos. Siempre decía lo mismo.
Un día, al anochecer, Monopono vio luces entre los árboles.
—¡Mirad, fuego! - exclamó Monopono.
—¡Vamos a por él! —gritaron los demás monos.
—Haré un agujero en el suelo para meter el fuego mientras lo cazáis-dijo Monopono.
Los monos fueron corriendo detrás de los puntos de fuego que se movían entre los árboles, pero era difícil de cazar. Y cuando los cazaban y los llevaban al agujero, pasaba algo muy raro.
—¡Fuera, moscas, fuera! —gritaba Monopono.
Y los insectos se iban. Pero los puntos de fuego también.
—¡No os llevéis el fuego, moscas ladronas! —gritaba Monopono.
Y así, noche tras noche, durante muchos días, Monopono y sus compañeros repitieron la misma hazaña, sin conseguir hacer fuego. Y noche tras noche acababan durmiendo amontonados en el fondo de la cueva.