Anabel estaba sentada a la mesa, con sus padres, disfrutando del maravilloso desayuno que habían preparado.
—¡Está todo buenísimo! —exclamó Anabel.
La misma escena se repetía a la hora de comer y a la hora de cenar. A Anabel siempre le gustaba todo lo que cocinaban sus padres. O eso creían ellos. Porque cuando no miraban, Anabel metía parte de lo que había en el plato en una bolsa que escondía entre las piernas.
Y si no tenía oportunidad, la niña se las ingeniaba para distraer a sus padres el tiempo suficiente como para meter parte de la comida en la bolsa.
Cuando acaba de comer, la niña se llevaba la bolsa a su habitación y, en cuanto tenía ocasión, la tiraba en el contenedor de basura.
Una noche, Anabel comenzó a escuchar ruidos misteriosos en su habitación. Ella decidió quedarse callada y esconderse bajo las sábanas. Tenía tanto miedo que no se atrevía no a gritar.
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