El Imperio romano y sus nociones de autocracia, derecho y ciudadanía dejaron un profundo impacto en la historia de Europa. El sentimiento de compartir una cultura e identidad común, en lugar de un único idioma o literatura, se debió a la propia naturaleza del Imperio.
Tras la caída del Imperio romano de Occidente, varios estados afirmaron ser sus sucesores, un concepto conocido como el translatio imperii («traslado del dominio»). Este fue el caso del Sacro Imperio Romano Germánico, entidad establecida tras la coronación de Carlomagno, rey de los francos, por el papa León III en la Navidad del año 800. Carlomagno fue coronado como «emperador romano» (Imperator Romanorum), aunque dicho evento no fundó un nuevo Estado inmediatamente. El translatio imperii pasó de los francos al pueblo alemán tras la coronación de Otón I en el 962, dando inicio a una serie de «emperadores romanos» que continuaron titulándose como tal hasta el fin del Imperio en 1806, durante las Guerras napoleónicas.
En el Este, el legado romano continuó a través del Imperio bizantino. Los griegos bizantinos continuaron denominándose a sí mismos como «romanos» (Romanioi) y a su Estado como el «Imperio romano» (Basileía Rhōmaíōn) hasta la Caída de Constantinopla en 1453, aunque nunca fueron reconocidos en Occidente.[461] Mehmed II el Conquistador hizo de Constantinopla la nueva capital del Imperio turco otomano y se proclamó a sí mismo como «César de Roma» (Kayser-i Rum),asumiendo así el translatio imperii. Paralelamente, el Principado de Moscú, significativamente influenciado por la Iglesia ortodoxa bizantina y la tradición grecorromana, se declaró también heredero del Imperio romano. Iván III el Grande proclamó a su ciudad como la «Tercera Roma» (siendo Constantinopla la segunda), idea que sería posteriormente reforzada con la adopción de los títulos de Autocrátor, Zar (por César) y, desde Pedro el Grande, Imperator y Pater Patriae.
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