Todo el que pasaba por la floristería y olía las flores tenía que pagar. Y todo el que pasaba por la panadería y aspiraba el delicioso aroma del pan recién hecho tenía que pagar. Y también había que pagar si se disfrutaba del olor de la pastelería, de la frutería o de los restaurantes.
Hasta que un día llegó a Villaolorosa el ladrón de olores. El ladrón de olores se paseaba por la ciudad con un pasamontañas y unas gafas oscuras, pero con la nariz descubierta. Y con todo el descaro del mundo se paraba a olerlo absolutamente todo, y luego se iba brincando y gritando:
—Lo he robado, lo he robado. El olor es mío.
—Esto no puede ser —decían los comerciantes afectados—. Habrá que avisar a la policía.
La policía detuvo al ladrón de olores varias veces, pero al final lo tenían que soltar, porque no podía devolver lo que había olido ni pudieron probar que, en realidad, el ladrón tuviera en su poder los olores.
Pero los comerciantes y todos los afectados insistieron.
—Queremos que este caso se juzgue en la corte suprema —dijeron.
Después de mucho esfuerzo, los afectados consiguieron que el ministro de justicia se acercara hasta Villaolorosa en persona.
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